
La definición de entusiasmo me la dio hace muchos años una monja del colegio en el que estudiaba, cuando era adolescente: “Es una palabra griega –me dijo- y significa estar en Dios…”Me gustó aquella idea y con el tiempo y mi afición a buscar el origen de las palabras, comprobé que entusiasmo no es solo estar en Dios, sino estar traspasado por un dios –ya con minúscula- y que por eso, es una emoción atribuible a quienes están cerca de la divinidad, a los poetas y a los místicos, pero también a quienes creen en una causa, a quienes luchan por un objetivo, a quienes persiguen un sueño, y así lo expresaba Gramsci: “Organícense, instrúyanse, conmuévanse.
Necesitaremos toda nuestra fuerza, toda nuestra inteligencia, todo nuestro entusiasmo…”.
Ya sé que las personas somos sujetos históricos y el capitalismo nos construye y nos hace individualistas y desconfiados -no con el poder que nos explota, sino con nuestros semejantes-, porque nos necesita aislados, sin lazos que nos unan a una comunidad y a una Historia.
Para conseguirlo, a veces utiliza sus armas de seducción -eres genial y tú y nadie más que tú se merece esto o aquello…- y otras veces, trata de presentar a los otros como una amenaza -no te fíes de nadie…-, pero el objetivo es el mismo: crear personas inseguras y vulnerables que asuman acríticamente las normas del sistema y que busquen salidas individuales a los problemas que se les presentan seguro, antes o después.
Como dice un amigo, si preguntas a alguien cómo le va, dirá que bien; en cambio, si habla del “mundo- mundial” dirá que es un desastre, prueba evidente de que nadie quiere mostrar sus debilidades, porque el modelo social impone ser fuertes para arrasar con lo que haga falta y tener éxito.
La ideología dominante -que es la ideología de la clase dominante- hace bueno y útil todo lo que interesa al sistema y condena a la marginalidad, por inútiles o desfasados, los valores alternativos; parece que todo lo que no tenga una utilidad inmediata para competir en el mercado-mundo no sirve y, en ese sentido, el entusiasmo, la ingenuidad o la fe son valores a la baja.
Pero no es así, afortunadamente, para todo el mundo. Yo tengo la inmensa fortuna de haber conocido a lo largo de mi vida a mujeres y hombres entusiastas, que encienden la luz cuando miran y sanan con la palabra; que se indignan, pero no se desesperan, que sufren decepciones pero no se amargan, que eligen y son consecuentes, que saben que la realidad se puede cambiar con esfuerzo y esperanza, pero no se agotan imaginando lo que van a hacer, sino que hacen lo que está en su mano en cada momento.
Y creo que son así, porque están convencidas de que para hacer algo es necesario el esfuerzo personal, pero que nada se puede hacer solo con el esfuerzo personal porque, para cualquier tarea que queramos llevar a cabo, necesitamos contar con otras personas.
Saben que lo que nos hace fuertes no es la competitividad sino la cooperación, que el trabajo bien hecho es satisfactorio, no solo en el resultado sino también en el proceso, y que lo que nos da sabiduría y fortaleza es convertir la experiencia personal en colectiva, poner en común los fracasos y los sueños, aprender de quienes estuvieron antes y dejar algo para quienes vendrán después; no se trata de ver para creer, sino de creer para ver, y creer, como dice Doris Lessing.
No es más que comprender que todo el mundo comparte la única e increíble experiencia propia y, por eso, nos entendemos hablando del amor y del dolor, de la salud y de la enfermedad aunque cada amor, cada dolor y cada enfermedad los vivamos en primera persona.
Esa emoción se traduce en afán, empeño y pasión para acometer una empresa; yo lo supe hace muchos años; después me lo confirmaron las palabras de Rubén Darío -es una virtud tan valiosa como necesaria- pero, lo más importante, es que la sigo encontrando en muchas personas que se dejan traspasar por un dios que se llama compromiso con la transformación social, con el trabajo, con el feminismo, con la literatura, con el futuro… Y hoy estoy pensando en una de ellas, en lo que siente con un balón y una pizarra en la cancha de baloncesto: sí, es entusiasmo.
Ana Moreno Soriano Escritora y madre de entrenador